Senkata y Sacaba, el desprecio por la vida

Por Rubén Atahuichi / La Razón.- Todavía duele Senkata, todavía indigna Sacaba. Aquellos días de noviembre de 2019 todo era confusión cuando había llegado el gobierno duro de Jeanine Áñez, toda una mujer de fe, que de llorar una y otra vez al saberse presidenta por las tres muertes del conflicto poselectoral terminó justificando la veintena de fallecidos en las movilizaciones de apoyo a Evo Morales.

Entonces, quienes marchaban eran “terroristas” y “hordas masistas”, sin derecho a ser considerados ciudadanos que defendían sus ideales, a diferencia de los “activistas” y “defensores de la democracia” que hasta antes del 10 de noviembre habían quemado cinco tribunales electorales, sedes sindicales y viviendas de gobernadores, legisladores e incluso la casa de la hermana de Morales, Esther, en Oruro, además de secuestrar, golpear y amenazar de muerte al sobrino del ministro César Navarro o al hermano del diputado Víctor Borda.

Con ese mismo criterio, repetido por autoridades, políticos de oposición y algunos medios de información, las movilizaciones de campesinos y cocaleros del trópico a Cochabamba fueron calificadas entonces de sediciosas, como las protestas en Senkata, a cuyos movilizados no los bajaban de terroristas.

Aquí, las horas previas a la masacre, periodistas y medios de información difundieron la hipótesis de la posibilidad de la voladura de la planta, cuyo radio de acción, a unos kilómetros, sería de terror. Fue suficiente argumento para la represión policial-militar posterior.

Y, así, al final de esas jornadas trágicas los titulares decían que los manifestantes tumbaron el muro de la planta de Senkata “a punta de dinamitazos” o que “mueren seis cocaleros en enfrentamiento con policías y militares”.

Ni lo uno ni lo otro. Se ha demostrado que el muro tumbado en Senkata fue a la cuenta de tres, a empujones de los movilizados, y en Sacaba no hubo enfrentamiento, sino represión. Lo han demostrado investigaciones preliminares. Además, no hubo ni un solo herido en las fuerzas combinadas.

La Defensoría del Pueblo estableció que en la crisis poselectoral de 2019 hubo 37 fallecidos, entre ellos dos en Montero (entre civiles), uno en Betanzos (luego de la represión policial-militar) y otros en El Pedregal (La Paz), y la mayoría, 27, fue a causa de impacto de bala.

Muy suelto de cuerpo, el entonces ministro de Gobierno, Arturo Murillo, dijo que los movilizados se mataron entre sí. Y su colega de Defensa, Luis Fernando López, aseguró que del Ejército no salió ni un solo cartucho.

Si ésa es su conclusión, ¿por qué el gobierno de Jeanine Áñez emitió el Decreto Supremo 4078? ¿Por qué esa norma eximía de responsabilidades penales a militares y policías? ¿Había necesidad de un decreto para las acciones de “pacificación” de las Fuerzas Armadas y la Policía Boliviana? Hay investigaciones en curso que establecerán las causas reales.

Sin embargo, eran vidas de bolivianos las que fueron segadas. Entonces, políticos, periodistas e incluso la Iglesia Católica fueron indolentes con la muerte de esos “terroristas”. Pero denuncian con vehemencia las dos muertes de Montero, que también fueron lamentables, y omiten las de Sacaba o Senkata.

Ahora que el Ministerio Público admitió la proposición acusatoria contra Áñez sobre las muertes en esas masacres, los calificativos volvieron a aflorar: eran “terroristas”, sabían a qué estaban exponiéndose. Mientras, las familias de las víctimas vuelven a llorar sus muertos, muchos de ellos sin papel alguno en las movilizaciones, aunque éstas no implican ningún argumento para la represión brutal.

Las divergencias políticas están naturalizando esas muertes de forma horrenda. Hay un desprecio por la muerte de esos bolivianos, que justifica la represión y libra de responsabilidades a quienes ordenaron esa acción y a quienes ejecutaron el operativo sangriento.

Cualquier muerte debe ser investigada, sin importar si la víctima fue de tal o cual tendencia; es censurable la indolencia con ella, al solo calor político o la aversión a los contendores.

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