Por Yuri Torrez / LA RAZON / La Paz.- En ese aciago noviembre de 2019, se produjeron dos imágenes grotescas que ilustran la naturaleza del golpe de Estado perpetrado en Bolivia. La primera es una foto de un oficial vestido en traje de combate rodeado de todos los miembros del entonces Alto Mando militar que ese 10 de noviembre leía una “recomendación” para que Evo Morales renunciara a la presidencia. La otra imagen se produjo dos días después de la “recomendación”, cuando el mismo oficial en el Palacio de Gobierno le investía con la banda presidencial a Jeanine Áñez, que momentos previos esquivaba los procedimientos constitucionales para autonombrarse mandataria.
Esas imágenes develan el “factor militar” como una cuestión crucial para la ruptura constitucional. Además, el domingo de la renuncia de Morales, en horas matinales, muchos militares desobedecieron órdenes presidenciales presagiando el golpe de Estado. Así, el “factor militar” entró en la escena rupturista instalando una variable explicativa para el garrotazo golpista.
Últimamente, aparecieron opinadores negacionistas del golpe de Estado que usando sus espacios periodísticos o sus redes sociales buscan con lupa hallar algún argumento anacrónico de una dizque teorización sobre el golpe de Estado en concordancia con sus deseos golpistas para alivianar sus angustias —o su complicidad— con el quiebre democrático, aunque esos conceptos van en contrarruta con las nociones convencionales.
Los principales teóricos sobre la democracia coinciden que “un golpe de Estado es la toma del poder político de un modo repentino por parte de un grupo de poder de forma ilegal, violenta o a la fuerza, generalmente se realiza por militares o con apoyo de grupos armados”. Si hay consenso con esta conceptualización, entonces, emerge una pregunta insoslayable: ¿En noviembre de 2019 existió un golpe de Estado en Bolivia? La respuesta es de Perogrullo.
Si al “factor militar” prosiguió el incumplimiento de un procedimiento constitucional necesario para la sucesión constitucional, entonces se perpetró un golpe de Estado. Los opinadores rupturistas afirman que se cumplió con la normativa constitucional para la elección de Áñez como presidenta constitucional, pero los hechos contradicen esas apreciaciones.
No se leyeron las cartas de dimisión de Morales y sus sucesores constitucionales; no existió la mayoría en el hemiciclo parlamentario en el momento de la posesión de la nueva mandataria y, finalmente, según el reglamento del Senado, la presidencia debería corresponder a la mayoría legislativa, pero Áñez era de la bancada minoritaria, por lo tanto, usurpó un cargo que no le correspondía para nombrarse presidenta. O sea, no se cumplieron los requisitos sine qua non para la sucesión presidencial.
Al inicio, para entender al golpe de Estado en Bolivia se usaron las nuevas categorías analíticas en boga: “neogolpismo”, “golpe blando” o “lawfare”, que caracterizaron los nuevos cortes constitucionales en América Latina del siglo XXI y que consistieron en un “blindaje” constitucional jaqueando a las democracias donde las artimañas legales operaron como mecanismo político para derribar a gobernantes democráticamente elegidos, pero descartando la participación militar. Empero, la variable castrense, elemento decisivo en el caso boliviano, supone inferir que el último golpe de Estado en Bolivia, por sus rasgos constitutivos, fue una imbricación entre el “factor militar” de antes y el “neogolpismo” de hoy. Mientras tanto, el relato negacionista golpista, poco a poco, al igual que la narrativa del fraude electoral descomunal, se hacen añicos.
Yuri Tórrez es sociólogo.
https://www.la-razon.com/voces/2021/08/02/que-es-un-golpe-de-estado/
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