Ricardo Ragendorfer / CONTRAEDITORIAL.- Corría el atardecer previo al feriado del 9 de julio. La temperatura rozaba los 24 grados en San Salvador de Jujuy. El gobernador Gerardo Morales arrojó el smartphone sobre el escritorio antes de dar unos pasos hacia el ventanal de su despacho, frente a la Plaza Belgrano. Y maldijo por lo bajo.
Al cabo de unos segundos, regresó al escritorio. Y musitó:
–Por ahora no abras la boca.
Su ministro de Trabajo, Normando Álvarez García, asintió con un leve cabeceo, evitando mirar al mandatario a los ojos.
Hasta diciembre de 2019, ese tipo había sido el embajador del régimen macrista en Bolivia. Ahora era el cófrade más insultado por quienes fueron los máximos dignatarios del Poder Ejecutivo anterior, comenzando por el propio Mauricio Macri, seguido por Patricia Bullrich, Oscar Aguad y el ex canciller Jorge Faurie.
Ocurre que los cuatro quedaron seriamente enredados en la comisión de un grave delito –“participes necesarios de sedición” en otro país– debido a un descuido suyo: haber olvidado en algún cajón de la sede diplomática que él encabezaba una carta (enviada por el comandante golpista de la Fuerza Aérea Boliviana, general Jorge Gonzalo Terceros Lara) que prueba la colaboración clandestina del gobierno de Cambiemos con el derrocamiento de Evo Morales y la dictadura de Jeanine Áñez. Específicamente, el uniformado agradece en tal misiva el abastecimiento de parafernalia represiva (cartuchos antitumultos de escopeta, aerosoles y granadas con gases lacrimógenas, en cantidades como para sofocar la Revolución Francesa).
Tal vez, cinco días antes, el bueno de don Normando haya sentido un ramalazo de pesar al enterarse por TV que el general Terceros Lara acababa de ser arrestado en la ciudad boliviana de Santa Cruz, al igual que el ex jefe de la Armada, almirante Gonzalo Jarjuri Rada. Desde entonces. Ambos languidecen en la cárcel santacruceña de Palmasola.
Lo cierto es que el derrumbe del gobierno de facto –exactamente al año de haber sido roto el orden constitucional– no fue benévolo con sus artífices.
La señora Áñez fue detenida el 13 de marzo, al ser allanada su casa de Trinidad, en el departamento del Beni. Y de inmediato, se la trasladó en avión a La Paz. Las imágenes de su ingreso a un calabozo de la Fuerza Anticrimen dieron la vuelta al mundo.
Unas horas antes, al ser sacada del aeropuerto de El Alto por policías al mando del ministro de Gobierno, Carlos Eduardo del Castillo, fue rodeada por un tumulto de cámaras y micrófonos. Entonces, exagerando una expresión de asombro, musitó: “¿Golpe de Estado? Pues aquí no hubo un golpe”.
Su sorpresa era genuina, aunque por otro motivo: aquella mujer jamás había imaginado esta situación para sí.
En paralelo también eran arrestados algunos ministros de su gestión.
Pero en ese lote no se encontraba el ex ministro de Gobierno, Arturo Murillo, quien fuera la figura más temida de la dictadura. El tipo fue visto por última vez al cruzar a hurtadillas la frontera brasileña, a la altura de Corumbá, con peluca, gafas espejadas y pasaporte falso. Huía así, el 11 de noviembre del año pasado, de su inevitable destino carcelario, en vista de la gran cantidad de crímenes que se le atribuyen.
Pero el mundo entero era un lugar inseguro para él. De modo que, ya en mayo de este año, cayó en el estado norteamericano de Florida por un delito que allí no se perdona: lavado de dinero. Dichos billetes habían sido fruto de sobornos exigidos por él a una compañía estadounidense por la compra de… gases lacrimógenos.
Una paradoja que, seguramente, al ex embajador Álvarez García le haya llamado la atención.
–Por ahora no abras la boca –repitió el gobernador Morales durante el atardecer del jueves, cuando esa famosa carta ya estaba en boca de todos.
Tanto es así que Bullrich, Aguad y Faurie ya se expresaban al respecto. Las palabras de la ex ministra de seguridad fueron: “Yo no firme nada; eso no pasó por mis manos”. Las del ex ministro de Defensa: “Esto es una canallada; nunca vi los documentos que ahora muestra el gobierno boliviano”. Y las del ex ministro de Relaciones Exteriores: “No puedo decir que hubo intercambio de materiales con Bolivia, porque no tengo idea; la Cancillería sólo intervino de manera diplomática”.
En resumen, los tres coincidieron en manifestar su ajenidad al asunto, pero reconociendo tácitamente la existencia del envío.
Simultáneamente, pese a la directiva del gobernador Morales, el alto mando de Juntos por el Cambio (JxC) presionó a Álvarez García para que difundiera su versión de los hechos. Y él cumplió aquella orden con un texto escrito a las apuradas y difundido por Facebook.
Allí incurre en otra metida de pata: admitir que pidió “a diferentes dirigentes y funcionarios argentinos la autorización, no concedida, para que el avión de Evo Morales pudiera aterrizar en nuestro país”.
Junto a tal sincericidio, negó enfáticamente haber recibido la carta del general Terceros Lara. Una afirmación desmentida por el libro de la Embajada que consigna la recepción de correspondencia. Allí, el ingreso de la misiva fue registrada el 14 de noviembre de 2019 con el número 184, además de detallar el remitente –“Fuerza Aérea Boliviana”– y su referencia –“agradecimiento por material donado por Argentina”–. Lapidario.
Cabe resaltar que en otro párrafo se distancia otra vez de sus mandantes macristas al darse dique de su excelente actitud hacia los ex funcionarios del gobierno depuesto que se refugiaron en la sede diplomática, “más allá –según él– de las políticas definidas por el gobierno argentino”.
Tal solidaridad –también según él– fue extensiva hacia “periodistas de Buenos Aires, hostigados por los manifestantes durante su trabajo callejero”.
Claro que, al respecto, conviene retroceder a esos días.
Lugar común, la muerte
Era el 22 de octubre de 2019, cuando quien esto escribe escuchó aquella voz en un audio de WathsApp: “Aquí todo es confuso; las noticias falsas aumentan para instalar el pánico”.
El autor del mensaje era el periodista mendocino Sebastián Moro, quien residía en La Paz y trabajaba para Prensa Rural, el medio de la Confederación Campesina (CSUTBC), además de cubrir la crisis boliviana para Página/12.
Apenas habían transcurrido 48 horas desde las elecciones. El complot estaba en marcha.
“Acá todo está cada vez peor”, soltó en una conversación telefónica que tuvo lugar durante el anochecer del 6 de noviembre.
El 10 de noviembre, Moro describió en Página/12 la coreografía previa al golpe. Bien vale refrescar un párrafo en particular. “Hubo actos vandálicos y agresiones a funcionarios, periodistas y militantes del MAS en varios puntos del país. Entre esos hechos, el gobernador de Oruro sufrió el incendio de su vivienda, trabajadores del canal Bolivia TV y Radio Patria Nueva fueron secuestrados y privados de su derecho al trabajo por grupos de choque, y la sede de la CSUTBC fue invadida y atacada”.
Todo indica que ese texto fue previo a una imagen que supo simbolizar semejante escenario: la del director de Prensa Rural, José Aramayo, atado a un árbol por una turba “cívica”. En aquel momento Sebastián había tratado de ingresar a la redacción del periódico, pero los desmanes se lo impidieron.
Ya a la noche –aproximadamente a las 21– habló por teléfono con su familia. Desde entonces nada se supo de él, hasta la mañana siguiente, cuando fue hallado inconsciente en su departamento del barrio de Sopocachi.
Al llegar su hermana, Penélope, a La Paz, él ya se encontraba internado en la sala de terapia intensiva de la Clínica Rengel. El diagnóstico: “un ACV isquémico”, pero tal lectura omitía los moretones, escoriaciones y rasguños que cubrían casi todo su cuerpo, fruto de una agresión.
Sebastián jamás recuperó la conciencia y murió el sábado 16. Así pasó a ser el único periodista argentino que murió en el contexto del golpe de Estado.
Además del peso propio de este crimen, los días en que Moro agonizó trazan un caso testigo de la virtuosa actitud del embajador Álvarez García ante los ciudadanos del país que representaba.
Penélope, en diálogo con Contraeditorial, dijo al respecto: “Ese sujeto incurrió lisa y llanamente en un abandono de persona”.
En síntesis, Álvarez García pasó un par de veces por la clínica. En esas ocasiones hizo lo posible para negarle a Penélope todo tipo de ayuda; desde rechazar de plano el trámite para trasladar a Sebastián hacia Mendoza en un avión sanitario hasta no ayudarla a cambiar sus pocos dólares por billetes bolivianos (una transacción muy difícil para una extranjera en medio del caos). Lo más insólito fue que él se llevara del hospital las recetas con la promesa de adquirir la medicación, pero sin regresar. Su excusa, declamada de mala gana por teléfono, fue: “Vea, estoy viendo por televisión un partido de fútbol”. Lo único que sí le ofreció a Penélope fue conseguirle un descuento en el hostel donde se alojaba.
Sebastián Moro fue cremado en La Paz debido a la imposibilidad de que sus restos fueran llevados a Mendoza.
El embajador estaba demasiado atareado para ocuparse de eso. Porque, entre otras razones, debía prestarse a la requisitoria periodística.
En esos mismos días fue entrevistado desde Buenos Aires por Luis Novaresio; entonces dijo: “Para nuestro gobierno no hubo un golpe de Estado, como tenemos acostumbrados. Es decir, que se levanta el ejército. No hubo nada de eso. Cuando ya estaban las cartas echadas, salió una conferencia de las Fuerzas Armadas pidiendo la renuncia de Morales. Solo eso”.
La semana transcurrida entre el último artículo de Moro en Página/12 y su deceso es de capital importancia para reconstruir la colaboración macrista con el violento derrocamiento de Evo.
De ahí el interés que genera la figura del embajador. Y también lo que sucedía en la sede diplomática.
Se sabe que el Hércules C-130 partió desde El Palomar el 12 de noviembre de 2019 a las 23.50 llegando a La Paz entre las 4 y las 5 de la mañana del miércoles.
Ese vuelo fue muy publicitado por las usinas periodísticas al servicio del Ministerio de Seguridad macrista, ya que su cobertura oficial era el envío de efectivos del grupo “Alacrán”, el orgullo de la Gendarmería Nacional, con el insigne propósito de proteger a ciudadanos argentinos.
Aquel día, los gendarmes llegaron a la embajada con alrededor de ocho enormes cajas de madera y cartón. Al día siguiente se la llevaron a un sitio que jamás se supo precisar.
Ese mismo jueves llegó la misiva de Terceros Lara.
Por entonces, don Normando alternaba las dilaciones que desesperaban a la hermana de Sebastián con el “denodado salvataje” –para usar sus palabras– de funcionarios depuestos y periodistas argentinos en apuros, mientras, a la vez, no desatendía sus quehaceres secretos.
El 15 de noviembre, Bolivia se sacudió al compás de una masacre; la de Sacaba, en el Alto, donde murieron 12 personas y 120 fueron heridas.
El 19 se produjo otra carnicería, la de Senkata, en Cochabamba, con 11 muertos y 70 heridos.
En ambos lados de la frontera se conjetura que aquellos hechos fueron consumados con los “insumos” traídos desde Argentina.
Y que éstos podrían incluir armas y pertrechos no contemplados en la minuta de Terceros Lara.
Las piezas, empapadas en sangre, comienzan a encajar.
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