LA PAZ (Sputnik) — Bolivia pasó gran parte de 2020 gobernada por una presidenta de facto, Jeanine Áñez, que naufragó entre pandemia, corrupción e improvisación, y no logró su objetivo político central: poner fin al Movimiento Al Socialismo (MAS) y su ‘proceso de cambio’ iniciado en 2006.
«Misión cumplida», dijo la exparlamentaria derechista al concluir el 7 de noviembre su complicada presidencia transitoria, impuesta por tres meses en noviembre del año anterior, tras el derrocamiento de Evo Morales (2006-2019), y que terminó durando un año.
En las semanas siguientes a su partida a la Amazonía boliviana, en una suerte de retiro político, Áñez se afanó en defender su gestión y rechazar múltiples denuncias de violaciones de derechos humanos y corrupción.
Pero sus detractores, y tal vez la mayoría boliviana que la forzó a renunciar a su candidatura presidencial, la podrían recordar más como la gobernante que no pudo destruir el legado de Morales, ni eliminar a su partido, el MAS, ni a sus transformaciones políticas, sociales y económicas.
«Áñez nunca había asomado como líder, era senadora por una región de poco peso político y fue puesta en la presidencia por los poderes conservadores que echaron a Morales, pero fracasó tanto en la gestión como en el propósito anti-Evo», dijo a Sputnik el historiador Remberto Calisaya, de la Universidad Indígena Tupak Katari.
El especialista agregó que los fracasos económicos y la corrupción «han sido demasiado frecuentes en Bolivia como para destacar a un gobierno», y que, «en cambio, el último Gobierno transitorio sí puede terminar destacado como el que no pudo eliminar histórica y políticamente a un gran rival».
¿Transición?
Al autoproclamarse, la abogada de entonces 52 años dejó claro que no llegaba al centro del poder solo para conducir una transición hacia un nuevo régimen democrático.
«Mientras yo esté, el MAS no volverá al Gobierno y Evo Morales, si regresa, será para rendir cuentas e ir a la cárcel», prometió Áñez en sus primeros días al mando, en lo que sería la bandera de su candidatura presidencial, lanzada el 24 de enero de 2020, con la que rompía la promesa de ser solo gobernante de transición por tres meses.
La elección del antiguo Palacio de Gobierno como oficina en vez de la Casa Grande del Pueblo, construida por Morales, marcó su ruptura con el pasado inmediato del MAS.
A lo largo de su gestión, en otro gesto contrario al ciclo de gobiernos masistas, Áñez levantó una Biblia como símbolo de mando, violando la definición de Bolivia como Estado laico establecida en la Constitución promulgada diez años antes por el líder indígena.
La presidenta dejó de referirse a Bolivia como el Estado Plurinacional surgido del ‘proceso de cambio’, para volver a llamarla República, en desafío a la inclusión de las mayorías indígenas que caracterizó a los tres gobiernos de Morales.
Luego borró de la banda presidencial la multicolor bandera indígena ‘wiphala’ y agregó en los escenarios de actos oficiales una nueva bandera blanca en la que estampó la imagen del patujú, flor amazónica que también es símbolo patrio.
Más allá de lo simbólico, Áñez hizo de la transición un intento de cambiar cuanto le fue posible en el país tras la salida de Morales, desde la política a la economía, pasando por la cultura, las relaciones internacionales y otros aspectos.
En lo político, a partir de su tesis de que no llegó al poder por un golpe de Estado sino vía «sucesión constitucional», y que Morales no fue forzado a renunciar y salir al exilio sino que huyó para no rendir cuentas, Áñez desató una feroz persecución contra el indígena derrocado, con más de una decena de juicios por delitos desde sedición y fraude electoral hasta pedofilia.
El entorno de Morales, incluidos ministros, otros funcionarios y dirigentes sindicales y sociales de todo rango, sufrieron también la persecución, con juicios, detenciones y frecuentes amenazas.
En lo económico, Áñez proclamó que la bonanza de los tiempos de Morales, con las tasas de crecimiento más altas de la región, fue en realidad un engaño que dejó al país sumido en crisis, justificando con ello las dificultades del Gobierno transitorio para combatir a la pandemia de COVID-19.
Sonados escándalos de corrupción en compras de respiradores y otros equipos médicos para enfrentar la pandemia, así como otros en la administración de las empresas estatales de petróleo, aviación y telecomunicaciones, complicaron su gestión.
En lo social, denunció la falta de inversiones en salud, aunque terminó inaugurando con su nombre varios de los más de 50 hospitales casi listos que había dejado el anterior Gobierno.
Áñez clausuró a media gestión el año escolar 2020, como derivación de la crisis sanitaria, y cerró el Ministerio de Culturas, uno de los pilares de la «descolonización» propugnada por el MAS.
Pero fue probablemente es el ámbito internacional en el cual hizo los cambios más llamativos: congeló las relaciones con Rusia, China, Irán y Cuba; reconoció al también autoproclamado Juan Guaidó como presidente de Venezuela; nombró sin reciprocidad un embajador en Washington; restableció relaciones con Israel, y alineó a Bolivia con el Grupo de Lima, integrado en su mayoría por gobiernos conservadores de la región.
Misión fallida
Al concluir su gestión, Áñez veía cómo las elecciones que logró posponer varias veces daban finalmente paso a una arrolladora victoria del MAS, con más votos que en los comicios anulados del año pasado.
La presidenta transitoria no pudo ni culminar la campaña electoral como candidata —carente de apoyo, renunció un mes antes de la votación— mientras Morales es todo menos un muerto político, en parte porque Áñez y sus aliados se ocuparon de mantenerlo presente casi a diario en sus discursos, llamándolo «tirano», «narco-dictador», «pedófilo», «asesino» y hasta «bestia humana».
Así, la gestión presidida por Áñez terminó siendo el tránsito entre el derrocado Gobierno masista de Morales y el nuevo Gobierno masista de Arce.
Y Bolivia pasó del intento de restauración oligárquica de un año antes, a un fin de 2020 con renovada vigencia del proceso de cambio de sello socialista-comunitario, tras 12 meses de interrupción, más que de transición.
El MAS y sus movimientos sociales aliados, que han recuperado tanto las calles como los espacios formales de poder político y económico, declaran fracasado el intento de reposición de un modelo neoliberal y reponen la economía regida por el Estado para volver al crecimiento.
En cambio, Áñez y los demás líderes de la transición conservadora esperan el avance de investigaciones y eventuales juicios por delitos políticos, económicos y contra derechos humanos, e incluso algunos ya se han fugado al extranjero.
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