Nadie sabe tanto lo que se tiene que decir o cómo decirlo en cada rito dominical o en cada circunstancia política que vive el país desde hace varios años como el ilustre arzobispo de Santa Cruz, Sergio Gualberti Calandrina. Los pasajes bíblicos que usa le sirven de coartada tanto como el púlpito desde el que instala el mensaje preciso, la flecha incendiaria o la sugerencia que resuena como un mandato proverbial. Nadie, solo Sergio Gualberti. Con una mirada de águila que apunta a su presa, se mueve en medio del contexto como pez en el agua.
La existencia de la iglesia católica está empedrada de historias no contadas, de silencios no quebrados, de fidelidades ideológicas ocultas, de militancias financieras oscuras, de traiciones pero también de actos heroicos casi olvidados. Los primeros abundan frente a los segundos. ¿Acaso no son santificables en nuestra memoria la vida estoica del Monseñor Arnulfo Romero, asesinado por encargo extranjero, o de Luis Espinal acribillado a balazos por una dictadura educada en la ignominia, solo por ejercer el derecho de la palabra y la palabra como un derecho que interpela? Las «oraciones a quemarropa» tenían la fuerza de un tornado y el filo de una navaja que hacían mover montañas o cortaban implacables el aire inconmovible.
Frente a estas historias ejemplares y excepcionales de una vida al servicio de los demás, existen otras al servicio de los menos, los poderosos, que cada día necesitan la caricia impostora de la iglesia jerarca que dice que profesa dedicación por los pobres mientras permite que se los masacre por su condición de «indios satánicos» o «salvajes», como suele repetir la presidenta autonombrada a la que pontificaron en la mesa de negociación para legitimar la transición fugaz. Ninguna comunión ha sido más efectiva que aquella que se produce entre las palabras despojadas de sentido, las balas que asesinan y los silencios que imperan.
El arzobispo de marras y la Conferencia Episcopal Boliviana (CEB) tan adictas a dar lecciones de conducta moral al pueblo boliviano jamás dijeron esta palabra es mía cuando las FFAA y la Policía masacraban a balazo limpio a las «hordas masistas» en Sacaba y Senkata. Nunca el silencio fue tan solemne y descarnado como el que mantuvieron los jerarcas de la iglesia a pesar de que algunos de los cuerpos acribillados fueron a parar a capillas católicas en El Alto. Los 38 muertos no merecieron condena mientras la biblia se paseaba oronda por los pasillos del Palacio de Gobierno o por los cuarteles del odio. El Dios de los fusiles que escupieron muerte en las jornadas de noviembre sigue siendo el mismo Dios que Yanine Añez convoca cada vez que se le antoja. El Dios de la candidata es el mismo que el de la jerarquía: ambos prefieren el silencio y viven en complicidad auspiciosa.
En agosto del 2019, cuando la campaña electoral ingresaba en su recta decisiva, Sergio Gualberti, en misa solemne se explayaba pidiendo a los feligreses «renovación democrática» fundada en la igualdad social y política usando para ello el pasaje bíblico del profeta Isaías. Montado sobre la solemnidad patriótica de la fecha sostenía que el sueño de Dios exigía que en un momento de «grave decadencia social, económica y religiosa se renovara el signo inicial de un pueblo» que después de muchos años de un mal gobierno estaba sumido en la «confrontación, la injusticia y la pobreza». ¿Algún parecido con los discursos de los candidatos de derecha?
Envuelto en una atmósfera de patricio romano, en medio de una multitud sumisa dispuesta a sacrificarse en aras de su palabra profética, señalaba la necesidad de reafirmar la adhesión a la democracia en un mundo (léase, Bolivia) en el que se «incrementan sistemas populistas, nacionalistas y soberanistas que disfrazaba de democracia el autoritarismo y el caudillismo anulando la separación de poderes y concentrando toda la autoridad en el dirigente electo» (Santa Cruz, 6 de agosto 2019). Este mensaje que contenían palabras que parecían propias de un discurso político partidario fueron pronunciadas por uno de los representantes de la iglesia más conservadora del país que hace de la esperanza un oficio pedagógico para fines políticos ultramontanos.
Una parte de la iglesia que tiene como proa de barco al arzobispado ideológico exige, cuanto menos, explicar el confinamiento del Cardenal indígena, Toribio Ticona, a las catacumbas populistas a las que lo condenó la rancia jerarquía blanca, señorial y procomiteísta de la Conferencia Episcopal. Extrañamente, en su veredicto al futuro, las palabras de Gualberti suenan tan familiares como las que acaba de pronunciar Mauricio Claver-Carone, el Asesor Especial para Asuntos del Hemisferio del Consejo de Seguridad Nacional, a su llegada al país andino-amazónico después del golpe de Estado. Claver-Carone, al puro estilo Gualberti, también apunta a los gobiernos «populistas» como una amenaza potencial a la paz hemisférica, aquella que requiere el complejo-militar-industrial de la mano de la maquinaria financiera capitalista. El populismo, tan incómodo para los afanes expansionistas resulta también un enorme obstáculo frente a la voracidad opípara de los grandes consorcios energéticos o mineros que conforman el poder extraterritorial.
Los sermones de Gualberti nunca están despojados de acciones prácticas. Los brazos operativos de la iglesia funcionaron como soldaditos de tropa imberbe, si no, pregunten a la Radio Erbol, a las pastorales sociales, a Cáritas o a la Fundación Jubileo, que se comportaron como verdaderos portaaviones de campaña. Nunca dispusieron de tantos recursos ni convicciones anómalas para enfrentar las elecciones de octubre del 2019 de cara a la «renovación democrática».
En las homilías de Gualberti como en sus arteras jugadas políticas, hay como un sedimento de desprecio contra las grandes mayorías para quienes la cotidianidad es muy parecida a un estado de excepción. Ese Dios al que apela con la frecuencia que exige el declive hegemónico del poder regional y en algunos casos nacional, es el mismo al que recurre hoy el régimen criollo para saciar su apetito voraz de poder, el suyo como el extranjero.
Como no podía ser de otra manera y con la puntualidad que exigen las circunstancias, la última homilía de Gualberti (domingo 26 enero 2020) estuvo dirigida a implorar a los partidos de la derecha, su rebaño egregio, a unirse en un frente común. Textualmente señaló que «todos los ciudadanos y en particular los candidatos, tendríamos que dejarnos iluminar y guiar por los valores de la Palabra de Dios, la vida, los derechos humanos, la libertad, el bien común, la justicia, la paz y el espíritu de servicio. Lo que tiene que primar, incluso por encima de las justas aspiraciones, es la salvaguarda de la democracia y de la unidad alrededor de programas comunes, evitando la dispersión y el peligro de recaer en sistemas autoritarios«.
En sintonía con Yanine Añez o Añez con Gualberti, la presidenta autonombrada no se cansó de invocar a construir un frente común para enfrentar las nuevas elecciones del 3 de mayo del 2020 con el objetivo que los «salvajes» no vuelvan al poder. Llámense salvajes, populistas o autoritarios, el mensaje es tan claro como el agua con el que se lava la copa de vino en los oficiosos sermones de una magra iglesia coludida y sin escrúpulo.
Proverbial consejo, la del primer católico cruceño, para ordenar el rebaño disperso en medio de una explosiva epidemia de dengue en Santa Cruz. Esta, ya cobró la factura de más de una decena de muertos y dos mil casos en observación crítica ante la ineptitud gubernamental obsesionada, con ayudita norteamericana, por borrar las profundas huellas de la solidaridad cubana en el campo de la salud. Al parecer, la santa iglesia política no se conmueve con las muertes del populacho tanto como con la derrota probable de su linaje privilegiado y de sus aliados perennemente bendecidos.
….
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
El rostro de la CIA entre la jerarquía católica: Sergio Gualberti Calandrina
Debe estar conectado para enviar un comentario.